Rondamos otros puntos, donde caminan los feligreses, la mayoría ancianos, vuelvo a ver hacia el altar, me parece desolador, miro al suelo, estamos de pie, en el lugar exacto donde estuvo el asesino…
*Berne Ayala para el Blog Expedición Americana
Marzo 2010. Treinta años después. Nos detuvimos frente a la capilla de La Divina Providencia, que se agazapa dentro de su silencio en la colonia Miramonte, una residencial de clase media ubicada al occidente de San Salvador. El lugar sigue imbuido por la tranquilidad y las caricias del viento sobre las copas de los árboles. Al norte hay un parqueo, frente al hospitalito de enfermos de cáncer. Desde ahí se desprende una angosta callecita adoquinada que pasa frente a la entrada de la capilla. Observamos en dirección del altar mayor, no hay más de cincuenta metros en una línea recta perfecta, volteamos hacia la tiendita de golosinas que nos queda a la espalda, rondamos otros puntos, donde caminan los feligreses, la mayoría ancianos, vuelvo a ver hacia el altar, me parece desolador, miro al suelo, estamos de pie, en el lugar exacto donde estuvo el asesino.
En ese lugar, modificado únicamente por el crecimiento urbanístico de los alrededores del terreno, murió el hombre que fue ovacionado por cientos en la catedral de San Salvador, que revolucionó la visión católica salvadoreña al establecer la misa única y apegarse a la ortodoxia de Jesucristo; que fue escuchado por miles en El Salvador, desde las radios de campesinos, estudiantes, mujeres, obreros, intelectuales; que fue escuchado por miles en el continente americano y en otros lugares del mundo; que el lunes 24 de marzo, minutos después de las dieciocho horas, cayó abatido por un disparo mientras oficiaba misa frente a un grupo que no superaba las veinticinco personas.
La misa única fue una bofetada para las altas esferas de la iglesia católica de derecha y la dictadura militar, porque propiciaba el encuentro masivo de feligreses en un solo lugar: la catedral de San Salvador. El resto de misas eran suspendidas en todo el país, y quienes no podían ir hasta la sede central participaban de la misma por medio de la radio. Este impresionante proceso de centralización de la religiosidad era a la vez un mecanismo de educación y formación de decenas de miles de salvadoreños. En todo caso, un riesgo para la dictadura dada su impresionante influencia.
Los testigos que sobreviven hablan de “disparos”, un plural que no solo expresa el eco de las balas o la posibilidad de que hayan sido varios disparos, sino la carga que aún se lleva en hombros cada vez que recordamos que ese crimen nos metió de lleno, irremediablemente, en una guerra que se llevó lo mejor de nosotros.
Una anciana mujer, que conoce los hechos de primera mano, se resiste a dar su nombre y a admitir que estuvo ahí la tarde del lunes 24 de marzo, el miedo sigue habitando en su corazón, como si Oscar Arnulfo Romero acabara de ser asesinado. Es lo que sentí cuando vi los rostros de esas mujeres ancianas que siguen arrastrando sus pasos en aquel “callejón sin salida”. Los detalles que me brinda me inducen a pensar que estuvo dentro de la capilla, su actitud expresa una contrariedad: no quiere que se sepa su nombre, pero quiere hablar de lo que sucedió.
Hay que pasar por un portón, que suele estar abierto en el día, para visitar la capilla, el hospitalito, oficinas y la casa donde se resguardan los recuerdos de Monseñor Romero. En 1980 ese portón ya estaba ahí, se cerraba hasta que era de noche pues Oscar Arnulfo recibía durante el día a cualquier cantidad de gente. Este detalle ocupó mi atención pues no hay otro lugar por el que un auto pueda entrar a la capilla ni al parqueo, por ahí mismo hay que salir. Es un deto fundamental de carácter táctico que debieron superar los complotados.
Por ese portón ingresó el auto rojo que condujo Amado Antonio Garay en compañía del francotirador. Garay ha sido relacionado con dos miembros de la Policía Nacional extinta, Nelson Morales y Nelson García, sus supuestos reclutadores para que trabajara con el capitán Álvaro Saravia. Como veremos en siguientes entregas, Garay, es también un testigo de excepción en los juicios celebrados en Fresno en 2004. El auto debió llegar hasta el parqueo para retornar y estacionarse frente a la entrada de la capilla, realizar el disparo y retirarse del lugar. No hay otra forma de realizar esa maniobra. La calle es demasiado angosta para virar en U.
Monseñor oficiaba misa en la capilla de La Divina Providencia los días lunes a las cinco de la tarde. El 24 de marzo se ofició a las seis de la tarde a pedido de Jorge Pinto, entonces propietario y director del periódico El Independiente, para conmemorar el primer aniversario de la muerte de Sara Meardi de Pinto. Esa tarde estuvieron Jorge Pinto, hijo de la difunta, Napoleón González, director del periódico La Crónica, Eulalio Pérez, fotoperiodista de Prensa Unida UPI, así mismo las monjas que acompañaban a Monseñor en sus labores humanitarias en el hospital de enfermos de cáncer.
Todas esas personas estaban enfrentadas a la dictadura militar desde el territorio de la labor religiosa y humanitaria y el periodismo, el ataque podía ser para cualquiera, es lo que pensaron cuando estalló la bala, el tumulto y los llantos de las personas que se abrazaron al cuerpo furibundo del arzobispo, caído al lado del altar mayor en el instante mismo de la eucaristía.
El escándalo y aflicción fue tal que un anciano del lugar se dirigió al fotoperiodista Eulalio Pérez, lo sometió y decomisó la cámara pensando que se trataba de un integrante del complot que había llegado para llevarse las evidencias del crimen. Aunque la presencia del fotoperiodista no tuviera que ver con la acusación, el incidente nos permite hoy contar con ese momento, el instante inmediato posterior en el que Monseñor caía abatido por el disparo. Luego de la intervención de Monseñor Rivera y Damas, a altas horas de la noche, como indica la testigo, el fotoperiodista fue liberado. Pero nos sigue asaltando la duda: hay quien asegura que esa misma tarde hubo otro fotógrafo encubierto.
Debemos tener presente que en todo crimen hay una tormenta de percepciones, temores y por supuesto de presunciones que, explotadas a la ligera pueden llevarnos al error, no a un error necesariamente de fondo sino de los detalles colaterales; sin embargo, el error producido por el recuerdo y la aflicción es también parte de la historia. Es lo que no deberíamos perder de vista al momento de remontarnos a una época que aún no cura sus heridas.
“La lista negra” fue un eufemismo utilizado en los años de mayor represión de la dictadura, en ella se contenían los nombres y expedientes de aquellas personas que eran consideradas enemigas del gobierno y la Fuerza Armada, generalmente catalogados como “comunistas”. No todos los que se incluían en la misma eran asesinados de inmediato, muchos eran “víctimas potenciales”. Esta es una clave para comprender dos problemas sobre el asesinato de Monseñor Romero: su inclusión en la “lista negra” y el plan de acción.
Es bastante probable que Oscar Arnulfo Romero haya sido incluido en la lista de enemigos de la derecha desde que su conducta fue catalogada como adversa a la dictadura militar, aproximadamente tres años antes de su muerte. Esta es la parte más comprensible del complot dado lo que conocemos de sus homilías, su postura en relación a los Derechos Humanos ampliamente difundida en documentos, discursos y cartas pastorales y su contraste con la realidad salvadoreña de entonces.
Los señalamientos y ataques de la prensa de derecha y las acusaciones dadas por el mismo Roberto d´Aubuisson en los medios de comunicación dibujaron un panorama claro: Monseñor quedó del lado de las víctimas, confrontado con el gobierno y la Fuerza Armada, incluso con la misma iglesia católica y el nuncio apostólico Emmanuelle Gerada, no por su ideología, como torpemente se quiso demostrar, sino por su actitud frente a la vida y al apego de la ortodoxia religiosa con los más vulnerables de nuestra sociedad.
Es imperativo anticipar antes de adentrarnos en cualquier otro detalle del fondo del crimen de Romero: es improbable que en una situación de Estado fallido y de estallido social como el que vivía El Salvador meses antes y después de la muerte de Monseñor Romero, se pudiera llevar a cabo una persecución sistemática contra líderes sociales y religiosos sin un aparato de inteligencia militar acondicionado y adiestrado para comandarla.
Las evidencias abundan: la fuerza de élite de la Fuerza Armada de El Salvador durante los años 1970s fueron la Guardia Nacional, Policía de Hacienda y Policía Nacional, sus unidades trabajaron conjunta o separadamente entre sí o con estructuras paramilitares financiadas por la derecha, sus unidades de inteligencia y del conocido “trabajo sucio”, eran las que realizaban las acciones principales.
La Agencia Nacional de Seguridad Salvadoreña (ANSESAL) a la cual estuvo adscrito Roberto d´Aubuisson manejó una enorme cantidad de expedientes que servían de base para la “lista negra”. Cuando se realizó el golpe de Estado en octubre de 1979, se produjo una división en el interior de la Fuerza Armada, en la que se manifestaron diversas tendencias, una de ellas era la de d´Aubuisson, quien sustrajo una gran cantidad de expedientes de inteligencia para lo cual se debió transportar el material en vehículo hasta la residencia del empresario Orlando Llovera Ballete y luego realizar una muestra al empresario Alfredo Mena Lagos.
Una operación paramilitar que se enfoca en acumular una enorme cantidad de expedientes con información de opositores de la dictadura no puede tener más propósito que la persecución y el asesinato. Esto no debería de sorprendernos, pero vale la pena traerlo a cuenta dado que esa información terminó en cualquier cantidad de manos y fue utilizada en 1980, un año en el que se verificaron cerca de doce mil asesinatos de civiles.
Cuando Roberto d´Aubuisson fue capturado el 7 de mayo de 1980, estaba en compañía de una gran cantidad de oficiales de la Fuerza Armada, la mayoría vinculados con grupos de inteligencia miliar. Esa es la constante no solo en el hombre de la derecha más emblemático sino en todos aquellos, civiles y militares, que sirvieron a la dictadura, y que se esconden en su nombre.
“Monseñor estaba incluido en la lista negra. No se sabía cómo ni cuándo se le podía matar, pero estaba en la lista de la derecha. Matarlo podía generar un grave problema político, debían tomar en cuenta el momento, y creyeron que el momento era aquel, después que diera la homilía del domingo”, me dijo Leonel Gómez, investigador que trabajó para el Congreso de Estados Unidos y que se encargó de indagar sobre el crimen al igual que de otros, como el de los sacerdotes jesuitas.
No se puede asesinar a un arzobispo como Romero sin un plan que incluya un presupuesto financiero, una ideología que lo sustente y una estructura que la ejecute. La idea de asesinarlo el lunes 24 de marzo no fue un exabrupto, fue la culminación de un plan que indudablemente incluyó un seguimiento de la rutina de Monseñor, el cual tenía como presupuesto el lugar y fechas y horas alternativas.
Oscar Arnulfo residía en el mismo terreno de la iglesia donde murió, en una casita que le fue instalada al otro lado de la callecita adoquinada, “para que descansara ya que por esos días las abundantes visitas no le daban tregua”. Que él viviera ahí y que además oficiara los lunes por las tardes fue un asunto de conocimiento público, conocido por los conspiradores de su asesinato.
Los recursos y los procedimientos de los agentes de la inteligencia militar y los escuadrones de la muerte, que solían estar mezclados, no eran tan sofisticados como podríamos pensar. Sus acciones de seguimiento y exploración eran grotescas. Hay abundantes testimonios de víctimas que fueron perseguidos por agentes que se transportaron en vehículos que utilizaron semanas después para capturarlos o asesinarlos.
Lo indicado en el párrafo anterior es de importancia. Muchos testigos hablan del auto rojo de la marca Volkswagen que patrulló las inmediaciones de la capilla la Divina Providencia semanas antes de que el arzobispo fuera asesinado, el mismo auto que se estacionó el día del crimen. Por alguna razón, los testimonios suelen asociar el automóvil y a los agentes de un mismo cuerpo policial. Esto no debe sorprendernos, como se ha dicho, los agentes de la dictadura mostraban su prepotencia a plena luz del día, se presentaban frente a las casas de sus víctimas en una actitud clara: que sus víctimas supieran que estaban ahí.
Esa actitud amenazante era de alguna manera una advertencia, para que algunos se fueran o que se atuvieran a las armas de los asesinos. Este patrón fue vital en el aparato paramilitar de la represión de la dictadura y tenía un rostro que se le correspondía: la temeridad de los militantes de las organizaciones sociales y religiosas que no paraban en demandar el respeto a los Derechos Humanos.
La asociación llegó después, cuando un jovencito de doce años de edad, como nos menciona la anciana testigo, vio el auto rojo dar la vuelta en el parqueo, estacionarse frente a la iglesia y observar al hombre que realizó el disparo. El resto de detalles, como el simular que se realiza una reparación en el motor para dar lugar a que el asesino emplace el arma y realice el disparo, como lo ha relatado el mismo Amado Garay, por absurdo que nos parezca no debe parecernos inverosímil.
La presencia de líderes con preparación en inteligencia militar, financiación y tropas, se unieron para ejecutar el crimen.
El Salvador sucumbió la noche del 24 de marzo. Si se podía asesinar al arzobispo más escuchado en el mundo era porque se podía asesinar a cualquiera. Las calles de la ciudad y de otros pueblos quedaron solas, la gente se acostó temprano aunque no pudo dormir.
El hombre más angustiado fue el juez a quien se designó el caso. Para esos días los crímenes de asesinato, privaciones de libertad forzada y torturas llevadas a cabo por los aparatos militares y paramilitares de la dictadura no eran investigados. Pero el sistema no podía abolir por decreto el mecanismo legal del levantamiento del cadáver, identificación del fallecido, si era posible, y la entrega del cuerpo a sus familiares, si los había, y abrir el expediente judicial.
Ese expediente generalmente sólo tenía un escrito que en la jerga legal se conoce como “auto cabeza”, es decir, la resolución inicial del juzgado en la cual se indican los detalles del caso, el nombre del asesinado, si se trata de muerte, y una orden para realizar las investigaciones que jamás se hacían, a lo sumo el acta del levantamiento del cadáver, generalmente hecha por la misma policía.
Era imposible entrevistar a los agentes policiales, menos a testigos. Ese rasgo de la impunidad administrativa para los casos de las decenas de miles de salvadoreños ejecutados por los aparatos represivos de la dictadura y de las estructuras paramilitares financiadas por algunos empresarios y terratenientes recalcitrantes, está presente en el caso Romero.
Atilio Ramírez Amaya era docente universitario cuando recibió la noticia de la muerte de Monseñor Romero, pero lo que para él fue peor llegó minutos después, cuando se dio cuenta que el tribunal que él mismo presidía sería el competente para llevar a cabo una investigación que de antemano supo no era tal sino una nueva sentencia de muerte, la suya.
Este caso nos demanda ocuparnos de otros eventos: el tirador, el calibre del proyectil, los complotados, los autores materiales, intermediarios, los financiadores y los cómplices del crimen, el papel jugado en fase de encubrimiento por organismos de inteligencia internacionales, los acuerdos de personajes de poder para admitir y/o celebrar el crimen y el juicio celebrado en Fresno contra el capitán Álvaro Saravia.
En el asesinato de los sacerdotes jesuitas, sucedido en noviembre de 1989, intervino la cadena de mando de la Fuerza Armada al más alto nivel, la modalidad del crimen presenta una intervención institucional y una forma de encubrimiento que ralla en el descaro. El desplazamiento de unidades especiales a la zona del crimen y la utilización de armamento oficial y órdenes superiores debidamente registradas. Este carácter supone un crimen de fácil vinculación en cuanto a las autorías intelectuales por lo que además es un acto de terrorismo de Estado.
En el crimen de Monseñor Romero las cosas son mucho más complejas, se trata de un asesinato en cuya conspiración y ejecución interviene una cantidad difusa de actores —militares y civiles— que, aunque se hayan valido de diversas instancias oficiales, operó bajo la modalidad de escuadrón de la muerte, esto vuelve el caso sumamente difícil para esclarecer en los niveles de autoría intelectual más allá de Roberto d´Aubuisson. Es obvio que la cadena de mando no comienza ni termina en él, máximo cuando se trató de una decisión tan difícil como el asesinato de un arzobispo católico de las credenciales de Romero.
El arma que se utilizó para matar a Monseñor Romero ha ocupado muy poco la atención de los reportajes y demás notas periodísticas. El trabajo periodístico se ha centrado en la persona que ha sido considerada su principal autora intelectual en el crimen, especialmente después de la presentación del informe de la Comisión de la Verdad. Esto ha llevado a marginar una gran cantidad de elementos que vistos con detenimiento permiten comprender mejor el carácter esencialmente encubierto del crimen y por consiguiente la complicidad generalizada de quienes sin duda ocupaban cargos de primer nivel en el aparato de Estado y el poder económico de aquellos años, no solo del acusado principal.
Dado el momento en el que se vivía y la complicidad de los aparatos policiales y militares, que políticamente eran un mismo brazo armado de la dictadura, poco o nada se hizo en su momento desde la aplicación de las técnicas balísticas. Esto tiene mucho que ver con el modelo de justicia criminal salvadoreño que sigue vigente, cuya mayor deficiencia sigue siendo la falta de técnicas científicas en la investigación del crimen.
Ni la comunidad jurídica y policial ni la prensa nacional, han estado familiarizadas con las pruebas científicas, tanto el sistema de justicia penal como el resto de la sociedad ha enjuiciado los hechos criminales básicamente a partir de la ponderación de testigos presenciales, lo antes dicho es un rasgo antropológico de nuestra comunidad, cuya generalización es un factor que ha propiciado la impunidad. El no haber indagado en otras zonas del crimen de Monseñor Romero ha limitado nuestra capacidad de conclusión. Hemos perdido de vista que una prueba científica nos puede conducir a otras hipótesis y a esclarecimientos relacionados con los autores intelectuales. No debemos desmeritar que el crimen de Monseñor Romero es una indagación de carácter histórico inexcusable que se irá construyendo con el paso de los años por diversos investigadores.
Hay tres asuntos que deben ser tratados con delicadeza: el tipo de fusil implementado, las características de la munición y la lesión provocada. Las principales fuentes utilizadas hasta hoy para delinear algunas explicaciones al respecto han partido de la pericia forense realizada en el cuerpo de Romero y el dictamen sobre la herida —que incluye la recuperación de fragmentos del proyectil— y la agenda decomisada el siete de mayo de 1980, cuando se capturó a Roberto d´Aubuisson, Álvaro Saravia y otro grupo de militares salvadoreños y unos cuantos civiles cuyo pasado es bastante oscuro.
Veamos en primer término la agenda. En la agenda decomisada al capitán Álvaro Saravia hay una referencia a requerimiento de armas, pero lo que más llama la atención es la alusión a dos fusiles Bushmaster y un Robert´s con mira Escalayk y munición tipo .223. Esta agenda fue incautada por la CIA —un tema que generó abundantes disparates cuando la Corte Suprema de Justicia tuvo acceso a una copia en la época que el Partido Demócrata Cristiano acusó a Roberto d´Aubuisson de ser autor del crimen mientras el tribunal de la causa jamás vio el documento—. La fuente donde se origina la existencia de dicho documento es la inteligencia norteamericana, algunos militares salvadoreños que intervinieron en la captura del 7 de mayo de 1980 o conocieron de este hecho por otras razones y la copia que obtuvo la Corte cuando se intentó realizar la extradición del capitán Álvaro Saravia. Como más adelante se abordará, suponemos que la clasificación del documento original pudo deberse a que en la misma hay datos que comprometen a instituciones y personajes de otras latitudes en el asesinato del arzobispo.
El Bushmaster es una carabina derivada de la familia de fusiles M-16, conocidos también como carabina M-4. Por supuesto que esta es una familia bastante dinámica de armas, que va desde lo que es considerado como arma de “uso civil” y de “uso militar”. Esta semántica bélica no es más que la expresión de una cultura de la violencia dominada por el mercado de armas. El dinamismo y la masiva venta de estas armas han permitido la aplicación de una escala de calibres bastante flexibles. Pueden ser alimentadas con cargas de calibre 22 y todas sus variables, y la reconocida munición .223 Remington (5,56 mm x 45) utilizada para la guerra de Vietnam en los equipos AR-15/M-16.
Dada la evolución que ha afectado la producción de estas municiones a partir de la experiencia de quienes han ejercido el deporte de matar animales, se fue desarrollando hasta ser aplicada para derribar incluso a un oso polar como a un alce de un solo tiro, en lo que se conoce como caza mayor. Este rasgo destructivo del proyectil en animales cuyo peso y fuerza es superior al de un ser humano promedio nos debe llamar mucho la atención. La modificación del proyectil para lograr una mayor precisión, acumulación de energía cinética—energía que surge en el movimiento de la masa de un cuerpo desde el reposo— y por consiguiente una mayor fuerza de impacto que puede superar las ciento cincuenta libras de energía en la boca del cañón (este es uno de los valores más pequeños puesto que la modificación del armamento puede generar una energía mucho mayor, incluso superior a las mil libras en la boca del cañón).
El poder de la energía cinética del proyectil que impactó en Monseñor Romero dobló el peso de su cuerpo sobre su espalda. Una vez en el suelo fue asistido por la hermana Teresa de Jesús Alas. La hemorragia le provocó la muerte en pocos segundos. En este primer instante, el desarrollo de la lesión advierte lo que antes apuntábamos, el poder destructivo del proyectil y la zona de impacto. Los asesinos sabían muy bien porqué estaban utilizando esta arma y no un G-3 u otra de mayor calibre. La precisión del arma de caza y la fragmentación del proyectil permiten no solo una lesión devastadora sino una mejor ocultación del rastro dejado.
El asesino directo de monseñor Romero debió utilizar con bastante probabilidad un arma y munición que se utiliza en un deporte como la caza, ya sea para pegar a un blanco fijo o en movimiento. El asesino no necesariamente debió ser un militar aunque sí un experto tirador. Este detalle es uno de los más misteriosos, sutilmente ocultado, incluso por la declaración del testigo Amado Garay, cuya versión analizaremos en otras entregas de esta crónica, en su calidad de testigo de excepción que surge en la escena del delito y partícipe del mismo. Sobre Garay pesa una presunción objetiva de parcialidad, es decir un vicio de origen que no necesariamente desacredita todo su testimonio pero que deja en sospecha detalles que conciernen a diversos aspectos del crimen.
Recordamos cómo los medios de comunicación trajeron a colación el nombre de un salvadoreño de la provincia de Usulután, apellidado Héctor Antonio Regalado, mencionado en diversidad de artículos, acusado como autor directo del crimen, es decir, el tirador, este personaje se ocupó de la seguridad de Roberto d´Aubuisson y el cargo de jefe de seguridad en la asamblea legislativa. Se conoce su historial como especialista en tiro con arma de fuego. Dada una serie de pesquisas y de contrariedades, la acusación en su contra fue desechada. En todo caso, la hipótesis se orienta a la figura de un tirador preparado en el deporte de tiro, dado el tipo de arma y la técnica del disparo.
Para algunos deportes el alcance de un proyectil de la serie del 22 puede rondar los trescientos metros, de tal suerte que cincuenta metros es una distancia de disparo efectivo, aunque no necesariamente el proyectil haya alcanzado su mayor potencia de impacto.
El fusil Robert´s con mira Escalayk, utilizado también en el deporte de cacería con proyectiles que oscilan entre el calibre 22 y al 25 es el que más se acerca en características del el arma utilizada en el crimen. Las pericias requeridas en ambas armas para la cacería son básicamente las mismas, hay cazadores que labran la punta de la bala para que la fuerza del impacto provoque un daño severo a la presa al tiempo que el proyectil se fragmenta, aunque otros expertos advierten en ello una fragilidad en la orientación del disparo.
Todas esas mañas son conocidas por aquellas personas que practican el deporte de tiro. Esas armas en poder de un grupo de militares y civiles que han sido relacionados con la muerte de Monseñor Romero tenían un propósito claro: ser precisos y no dejar evidencias de balística fáciles de encontrar en el cuerpo de la víctima.
Cincuenta metros es una distancia estándar utilizada en el tiro al blanco con calibres 22 para carabina, conocido como de fuego central. La distancia que hay desde el altar mayor, donde estaba Monseñor Romero y el lugar donde se ubicó el tirador no supera los cincuenta metros. El tipo de arma, calibre y distancia, antes mencionados son los adecuados para un experto tirador que muy probablemente estudió el lugar y practicó el tiro de cincuenta metros antes de llegar frente a la capilla aquel lunes 24 de marzo de 1980. Estas evidencias y los hallazgos en la agenda del capitán Álvaro Saravia son concordantes.
Las lesiones producidas por las armas de caza son más graves que las producidas por otro tipo de armamento de infantería ligera. Este es un dato contrario a lo que se ha pensado por muchas personas. La medicina forense, en la especialidad de heridas por arma de fuego (balística de las heridas) ha podido demostrar esta tesis.
La balística de las heridas nos permite apreciar que cuando se implementa munición de caza, sin importar el calibre, las heridas provocadas generalmente no son diferentes a pesar del calibre que se utilice. Incluso, las heridas en la cabeza provocadas por proyectiles de caza son más destructivas que las provocadas por munición militar. En esto hay un estudio relacionado a la cantidad de energía que el proyectil deja en el cuerpo lesionado. Lo decisivo no es la cantidad de energía cinética que el proyectil acumula sino la que transfiere al cuerpo lesionado. El principio se explica así: “Si una bala penetra en el cuerpo pero no sale, toda la energía cinética va a ser empleada en la formación de la herida”.
Cuando la bala no sale del cuerpo la lesión será con bastante probabilidad mayor. Como sabemos, el proyectil que hirió de muerte a Monseñor Romero, no salió de su cuerpo y se fragmentó, esto explica en gran medida la masiva hemorragia sufrida por él.
Hay otro factor que no debemos perder de vista: el ángulo de desvío del proyectil. Cuanto más grande es el ángulo de desvío del proyectil cuando golpea el cuerpo así tenderá a balancearse, la fuerza de su arrastre aumentará y por consiguiente perderá más energía cinética, lo cual generará, como hemos explicado, una lesión mayor en el cuerpo impactado.
La bala que penetró el cuerpo de Monseñor Romero ingresó por la zona conocida como línea clavicular anterior (centímetros arriba del corazón), a seis centímetros del esternón. El proyectil se desvía a su derecha y lesiona la aorta ascendente. La bala se fragmenta y la parte más grande se aloja en el quinto espacio intercostal derecho, en su arrastre lesiona los vasos del mediastino, provocando una hemorragia interna (es muy probable que por eso se diga que la bala ingresó de arriba hacia abajo, es la curva que describe la autopsia, pega arriba del corazón y baja en diagonal lesionando gravemente órganos vitales).
Las consecuencias del impacto también tienen que ver con otras características del proyectil, el calibre, construcción y configuración. Si son de punta roma, si se trata de un calibre para cazar, si es explosivo o no. Hay una valoración errada cuando se confunde la fragmentación de un proyectil con el de su estructura explosiva. No todos los proyectiles que se fragmentan son explosivos. Las balas de .22 o incluso las de .223 (5,56 x 45) suelen fragmentarse cuando chocan con partes óseas de un cuerpo. Los hallazgos de fragmentos de bala en el cuerpo de Monseñor Romero no indican el carácter explosivo del proyectil sino la fragmentación suscitada por el impacto, no debemos confundir lo explosivo con lo fragmentario, lo primero puede producir lo segundo pero esto último no necesariamente es el resultado de lo primero. El informe forense dice que se utilizó una bala blindada, esto es bastante dudoso pues es sabido que el proyectil blindado o encamisado tiene una mayor posibilidad de penetración y pocas probabilidades de deformarse, en otras palabras es más potente en su constitución, por eso hay quienes deforman la punta de la bala blindada dejando una porción de plomo al descubierto para que se deformen y provoquen una mayor transferencia de energía en el cuerpo impactado. Los especialistas admiten que el blindaje de una bala evita que se fragmente con la misma facilidad en uno que no lo es. Los proyectiles que suelen fragmentarse con mayor facilidad son los de punta hueca, es decir los semiblindados que son conocidos como DUM DUM. Lo que estos detalles nos demuestran es que existe una enorme gama de balas expansivas, que son prohibidas por los tratados de Ginebra para conflictos armados, que pueden ser fabricadas o modificadas por el mismo tirador para que produzca tales efectos.
De acuerdo a lo consignado en el expediente judicial, la entrada de la bala dejó un orificio de cinco milímetros de diámetro. El juez que conoció de estas primeras diligencias, Ramírez Amaya, concluyó que de este informe y el análisis realizado a tres esquirlas del proyectil se pudo colegir que su calibre debía ser .22 o una de sus variables. Quien hizo este trabajo balístico fue la extinta Policía Nacional cuyo informe no se encuentra en el expediente.
Un proyectil de grueso calibre hubiese atravesado el cuerpo de Monseñor Romero y difícilmente hubiese lesionado el corazón por el efecto de revote, menos aún por fragmentación.
¿Conocían los autores del crimen estos detalles del armamento y sus consecuencias, esas minucias y otras muchas que conciernen a la disciplina de tiro? Creemos que sí. Por ello mismo se utilizó ese armamento y no otro. Un tirador adiestrado pudo incluso calcular a cincuenta metros un disparo en la zona intercostal y presumir el desvío de la bala a partir de su ángulo de rotación y por consiguiente la fragmentación, de la manera que un jugador de billar define con suficiente antelación los impactos en cadena y las troneras donde ha de meter esta o aquella bola. Esa es la pericia de nuestro asesino.
No debemos olvidar que los francotiradores estudian no solo el viento, también el clima y otros factores externos que inciden de forma directa en el desplazamiento de la bala, para calcular su trayectoria y el efecto de desvío de al momento del impacto, incluso se fabrican sus propias balas o modifican las industriales, presuponen la gravedad de la lesión que han de producir.
Estos detalles nos llevan a suponer con suficientes razones, que los actos preparatorios del asesinato de Monseñor Romero son mucho más complejos de lo que solemos suponer.
Las consecuencias de una hemorragia pueden ser calculadas por un experto tirador, no olvidemos que la balística de las heridas cierra un ciclo pericial que comienza en el conocimiento del “oficio”, antes de cargar el arma.
La autopsia estableció que la muerte de Monseñor Romero fue causada por una hemorragia interna. Se indica que en el tórax se encontró un aproximado de tres litros de sangre coagulada. Suficiente para matar a un hombre en pocos segundos.
La muerte de Monseñor Romero es sui géneris, es un ataque a una figura extraordinaria, cuyo peso moral, más allá de la ideología que profesemos, es dominante, no solo en nuestra cultura salvadoreña, sino frente al mundo. Las víctimas de las comunidades, o incluso el resto de sacerdotes, seminaristas, catequistas, y feligreses de aquella época, fueron asesinados con métodos menos refinados, con la brutalidad de la tortura, el secuestro, el ametrallamiento, el lanzamiento de cuerpos en precipicios, el desmembramiento.
Este crimen que nos ocupa, si es válido decirlo, requirió de una pericia y un entrenamiento especiales, de una fineza muy calculada, que al abordarse en sus menudencias, no podemos pensar sino que sólo pudo ser concertado por una élite con abundantes recursos materiales y financieros. El secreto que ronda este caso y que en 2010 cumple los treinta años, solo puede mantenerse con el poder y el dinero.