El martirio en Latinoamérica
América Latina es tierra de mártires, es decir, una tierra en la cual hombres y mujeres han dado testimonio de su fe hasta el grado extremo –que es la prueba mayor del martirio— de entregar su propia vida. En diferentes momentos de la historia latinoamericana, el martirio se ha hecho presente, dejando su huella en la memoria histórica de sus pueblos; marcando esa memoria no sólo con el dolor causado por la pérdida irreparable de hombres y mujeres ejemplares, sino con la herencia moral de esos hombres y mujeres, con su aliento de esperanza y, sobre todo, con su testimonio de una fe comprometida con la realidad histórica.
Sería largo detenerse a examinar, en todo su detalle y riqueza testimonial, los casos de martirio sucedidos a lo largo de la historia de América Latina. Y es que aunque sólo quisiéramos referirnos al siglo XX –un siglo marcado en diferentes momentos por el martirio— el espacio de esta comunicación sería absolutamente insuficiente para ello.
Sin embargo, el horizonte histórico en el que enmarco mi reflexión sobre el martirio en América Latina es el siglo XX, específicamente en las dos o tres décadas que siguen a su segunda mitad. Y tomo como ejemplo de testimonio martirial a Monseñor Oscar Arnulfo Romero, cuyo martirio no sólo me es cercano, sino que no deja de interpelarme desde aquel trágico 24 de marzo de 1980 en que Monseñor Romero fuera asesinado por un comando paramilitar de la extrema derecha salvadoreña.
Desde mi punto de vista, el martirio en la América Latina del siglo XX –sobre todos en las décadas de los años 60, 70 y 80— se sucede en contextos fuertemente marcados por realidades políticas y sociales atravesadas por tensiones, conflictos y una violencia tanto estructural como institucional y revolucionaria. Es en esas realidades en las que se inscribe el testimonio de fe dado por hombres y mujeres –sacerdotes, religiosas y religiosos, agentes de pastoral, delegados de la palabra y gente creyente del pueblo— que dieron su vida en esos años trágicos de la historia latinoamericana, ya fuera –sólo por mencionar alguna países significativos— en Brasil, en Argentina o en Chile; en Nicaragua, en Guatemala o en El Salvador.
Son esas realidades conflictivas y violentas las que cualifican –es decir, dan su carácter específico y singular— al martirio latinoamericano en la segunda mitad del siglo XX. Los mártires de estos años lo son porque dan testimonio de su fe ofreciendo su vida como prueba de su compromiso radical con esa misma fe.
Pero ese testimonio de fe no se da en el vacío, sino en un contexto histórico determinado en el cual tal testimonio adquiere –sin dejar de ser un testimonio de fe— un contenido y una proyección que no son ajenos a las realidades sociales, económicas y políticas en las que se inserta, como denuncia y como anuncio, como llamado a la conversión y como mensaje de esperanza.
En definitiva, se trata de un martirio que se produce en un contexto en el cual el testimonio de fe se realiza incardinando la fe en la realidad histórica (económica, social y política), interpelando desde la fe esa realidad histórica e interpelando también a la fe desde esa misma realidad histórica.
El martirio de Monseñor Romero: su contexto
La muerte martirial de Monseñor Oscar Arnulfo Romero no se entiende sin su compromiso decidido a favor de la justicia y de la dignidad de los salvadoreños y salvadoreñas, así como tampoco se entiende sin prestar atención a lo que muchos autores llaman su proceso de “conversión”, desencadenado a partir del asesinato del P. Rutilio Grande (el 12 de marzo de 1977) y su progresiva profundización a medida que sectores eclesiales y populares eran golpeados por la violencia del Estado y de los escuadrones de la muerte.
Es decir, la muerte martirial de Monseñor Romero fue el desenlace de un compromiso y una opción conscientemente asumidos por él, con todas sus implicaciones y riesgos, mismos que, en definitiva, incluían como una posibilidad real perder la vida de forma violenta, como efectivamente sucedió ese trágico 24 de marzo de 1980.
El compromiso y la opción de Monseñor Romero con la justicia y la dignidad de los salvadoreños y salvadoreñas, especialmente de quienes eran violentados en sus derechos humanos fundamentales, se hicieron presentes en un contexto histórico determinado, el cual les da un significado propio, cualificándolos de una manera particular.
Es oportuno destacar que los años 50 y 60 del siglo XX son años en los cuales la fantasía del progreso y del avance modernizador del país logra imponerse en los ambientes de clase media y de las élites dominantes; en estos ambientes –y con esa mentalidad— se quieren obviar, como si no existieran, las dinámicas estructurales de El Salvador: por ejemplo, el predominio de los intereses oligárquicos en el conjunto de la economía, el agotamiento de un modelo económico basado en la producción agrícola y la miseria extrema en la que vive la mayor parte de la población campesina.
Se quiere obviar, asimismo, la subordinación del estamento militar (y de la Iglesia) a los intereses oligárquicos, lo cual constituye un freno decisivo a los intentos de reforma y modernización que realizan sectores económicos no vinculados a la producción agrícola.
En los años 70, la fantasía del progreso y de la modernización es resquebrajada por la realidad, una realidad que comienza revelar sus dimensiones más graves de violencia social y política.
En esa década, es desafiado social, política y culturalmente el orden configurado entre 1900 y 1950, y que aun se mantiene firme en ese entonces, pese a los intentos de reforma que se han hecho y que se volverán a hacer a mitad de esa década, cuando el gobierno del coronel Arturo Armando Molina –presidente de la República desde 1972 hasta 1977— promueva una frustrada “transformación agraria”.
El gran desafío social al orden establecido lo plantea, ante todo, la emergencia de organizaciones populares de fuerte composición campesina, que de demandas económicas van a transitar –a medida que la década vaya transcurriendo— a demandas de carácter político.
En segundo lugar, otro gran desafío nace de sectores de la clase media y de la intelectualidad de izquierda que, frustrados por la imposibilidad de participar políticamente en un espacio político dominado por los militares –y en el cual los fraudes, el abuso y la ilegalidad son lo normal— se radicalizan hasta posturas revolucionarias –influidos por la revolución cubana de 1959— que desembocan en formas de organización político-militares.
Un tercer gran desafío al orden establecido se gesta desde la Iglesia católica, cuando algunos sectores suyos deciden poner en cuestión el propio lugar de la Iglesia en ese orden. Críticamente, asumen que el lugar de la Iglesia está en otro lado: junto con quienes han padecido (y padecen) la violencia de la exclusión socio-económica y política, y ahora son víctimas de una violencia represiva que cobra el carácter de un terrorismo de Estado. Una figura emblemática de este giro eclesial es, precisamente, el P. Rutilio Grande, cuyo trabajo de organización campesina en Aguilares (al norte de San Salvador) será decisivo para la irrupción del movimiento campesino en la dinámica socio-política del país en los años setenta.
A los desafíos anteriores el orden establecido responde con una violencia desenfrenada, una violencia policial, militar y paramilitar que golpea con dureza y sin contemplaciones a campesinos, campesinas, obreros, obreras, estudiantes, profesionales y gente de iglesia: delegados de la palabra, religiosos, religiosas y sacerdotes. Esta escalada de violencia represiva deja, entre otras muertes, la del P. Rutilio Grande, asesinado a tiros mientras se conducía, en su vehículo, desde El Paisnal hacia Aguilares. Todos los estudiosos de Monseñor Romero reconocen el impacto que tuvo en su vida –y en su teología y en su labor pastoral— el asesinato del P. Grande. Tan es así que en la misa del primer aniversario de su muerte se refirió a él como un mártir:
“Tenemos en El Paisnal –dijo— un Jesuita Mártir, su tumba es gloria de la Compañía de Jesús y es gloria de la Iglesia… el mayor sufrimiento del P. Grande sería no haber sido comprendido y que su mensaje liberador se mutilara. Hagámosle honor a él recogiendo su verdadero mensaje en Cristo Jesús, sin el cual no hay liberación verdadera… Este es el sacerdote, el que se identifica con Cristo para sufrir, como el P. Grande, hasta morir si es necesario por una doctrina como Cristo murió por la suya” (“Primer aniversario de la muerte del P. Rutilio Grande”, 5 de marzo de 1978).
La década de los años setenta es una de las más densas en la historia salvadoreña; densa por las diversas dinámicas organizativas y de movilización social; densa por el despertar de una conciencia social dormida hasta entonces en la pasividad y la aceptación de lo establecido; densa en sueños y esperanzas; densa por la irrupción de un quehacer pastoral eclesial novedoso, atento a leer los signos de los tiempos y a vivir los gozos y esperanzas de los excluidos y marginados; densa por el dolor y la sangre que comenzó a correr de manera abundante y que seguiría corriendo en la década siguiente, en el marco de una guerra civil abierta.
En fin, los años setenta fueron densos por los desbordes que se dieron en ellos: hubo un desborde incontenible en las esperanzas, en las ansias de cambio y en la entrega; hubo desborde y excesos en la violencia con la que se quiso contener aquellas ansias de cambio y aquella esperanza irrefrenable.
La década de los años setenta es la década de Monseñor Romero. Esta década, con toda su densidad, lo marcó de manera indeleble y él, por su parte, dejó una huella imborrable en ella. De hecho, Monseñor Romero fue de los que dieron densidad a esos años, a través de una labor pastoral, de reflexión, de análisis, de denuncia y anuncio, en la cual se hicieron presentes los dinamismos propios del momento, pero también los dinamismos que habían configurado al país a lo largo de las décadas previas y que en ese momento estaban haciendo eclosión.
Poniendo en práctica las enseñanzas del Concilio Vaticano II, de Medellín y Puebla, Monseñor Romero entendió que la misión de la iglesia en El Salvador no podía ser ajena a las angustias y frustraciones del pueblo que “han sido causadas, si lo miramos con fe, por el pecado que tiene dimensiones personales y sociales muy amplias”. Tampoco la misión de la iglesia puede ser ajena a las esperanzas del pueblo, que nacen de su “profundo sentido religioso y de su riqueza humana” (“Misión de la iglesia en medio de la crisis del país”, 6 de agosto de 1979).
Con su predicación, con su palabra comprometida, con su labor pastoral de acompañamiento a religiosos, religiosas y laicos, con su proyección internacional, Monseñor Romero no sólo se hacía cargo y enjuiciaba los hechos del momento, sino que se hacía cargo y enjuiciaba –esto es indiscutible al cierre de la década— una configuración histórica del poder económico, político, cultural y eclesial fundada en la violencia y la exclusión de una gran mayoría de salvadoreños y salvadoreñas. Esta realidad histórica obligaba a la iglesia a asumir una opción preferencial por los pobres, que suponía “conocer los mecanismos que engendran pobreza, luchar por un mundo más justo, apoyar a obreros y campesinos en sus reivindicaciones y en su derecho de organización, estar muy cerca de la gente” (Ibid.).
Quienes se beneficiaban de ese orden no podían perdonarle a Monseñor Romero semejante desatino, sobre todo en un momento en el cual emergían fuerzas sociales y políticas reales que lo desafiaban de raíz. El precio a pagar fue su vida. Su afrenta al poder oligárquico, militar y eclesial fue saldada con su muerte martirial. El suyo, en definitiva, es un martirio que no se entiende si no es atendiendo a la configuración de la realidad histórica salvadoreña a lo largo del siglo XX y, más en concreto, a la forma cómo esta realidad se densifica en la década de los años setenta. Con su muerte martirial, el 24 de marzo de 1980, la sociedad salvadoreña perdió la inocencia.
De Monseñor Romero, se puede decir lo que él mismo dijo del P. Rutilio Grande:
“los grandes ideales del cristianismo fueron los que hicieron grande a este hombre que ya cristiano agigantó su humanismo, el cristianismo humano, el que se ensancha hasta Dios, el que se mueve porque vive en la esperanza” (“Primer aniversario de la muerte del P. Rutilio Grande”).
*Luis Armando González para Diario CoLatino