Ahora recién comienza un recambio en la oligarquía y el concurso de nuevos ricos venidos de alas de supuestas izquierdas y derechas. Mientras el recambio no sea total, radical y revolucionario, seguiremos sabiendo quién mató a Monseñor Romero, pero no sabremos los detalles de toda la verdad ni veremos a sus asesinos arrepentidos o presos.
*publicado por Las Crónicas
Hace 30 años, el país más pequeño de América Latina, se sorprendió y sorprendió al ser testigo y víctima colectiva del Magnicidio de Monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez. El germen militarista de la oligarquía salvadoreña, llevaba años siendo alimentado por la horrenda hazaña del General Maximiliano Hernández Martínez en contra de los pueblos naturales; la masacre de 1932 se mantenía fresca en la memoria del poder oligarca salvadoreño, que tomaría aquel ejemplo de asesinato, masacre e impunidad, como la fórmula ideal para mantener sus privilegios a costa de la vida de las mayorías que exigían cambios, mejoras económicas y salariales, democracia y participación. El anticomunismo se instauró en El Salvador, al mismo tiempo que se instauró una especie de feudo monárquico, en el que el baile opulento de 14 familias en su mayoría de origen extranjero, cimentarían su poder oligárquico en el dinero y el Ejército, así como sus relaciones con algunos cuatreros norteamericanos que terminaron por llegar a la política y convertirse en grandes corporaciones que continúan moviendo el hilo de la vida planetaria.
A finales de los 70s del siglo XX, la explosión demográfica mundial, el hippismo y las drogas, la nueva revolución industrial de América y el sentimiento imperialista del Hombre usaricano conquistando la Luna, hicieron una especie de cóctel social explosivo, además condimentado con la barba y rostro del Ché Guevara, Fidel Castro y una revolución rusa hasta ese momento firme e inmaculada. Tanta libertad de movilización, ideas y apariencias, ocasionó un despertar en las diferentes instituciones: Iglesia, Academia y Sociedad, menos en nuestros Gobiernos. Mientras la sociedad de consumo avanzaba a pasos agigantados con su publicidad, apertura y cambios rápidos, visión cosmopolita, los regímenes políticos y sociales se quedaban rígidos y desfasados, descoloridos y acartonados, ceñidos en una visión militar y de orden que desentonaba con la sicodelia de la época.
Las Iglesias clamaban por cambios. Monjas yeyés, curas barbados y subversivos, misas en plena selva o campo abierto, discursos profundos que apelaban al cambio social, la igualdad, la muerte del racismo y la búsqueda de un Cristo más humano. Las Universidades proclamaban las revolucionarias ideas de Antonio Gramsci, Engels, Marx, Luxemburgo, Trostky. Los muchachos de pelo largo, de Liverpool o la Zacamil, querían romper los muros and don’t need your education, Estado. Las mujeres dejaron de imitar a las vírgenes para imitar al diablo con vestido azul, usaban rimel, botas, minifaldas y pelucas. Si hoy en dia la revolución se palpa en términos digitales, en aquel entonces era en términos culturales, los patrones y esquemas habían sido trastocados y los padres e hijos se miraban como humanos a marcianos. Era la época de los grandes cambios culturales y sociales, experimentados desde el hombre hacia su entorno y no a la inversa, como ahora.
Pero la realidad no era color de rosa, como las agujetas de una canción de la época, y las penas de los pueblos latinoamericanos no se resolvían con auto cines, malteadas de chocolate o fresa o she loves you, todo lo contrario, el problema de América Latina seguía siendo el mismo de la época de la conquista y de los años 1822 y 1932, la tenencia de la tierra. La tierra, principal fuente de producción y trabajo, estaba concentrada en tan sólo 14 familias, todas de origen extrajero, principalmente judeo-palestinas, cierto por más oxímoron que en dicha frase y relación exista.
Mientras los países industrializados producían autos, moda, cine, riqueza; para nuestros países subdesarrollados y dependientes, la producción nacional se contaba en pobres, dictadores, ejércitos y muertos. El abismo entre los mundos del Norte y el Sur nunca ha sido tan grande como en aquella época. Pero de la misma manera, la producción de ideas libertarias y humanistas era intensa y de gran calidad en un mundo donde se podía soñar todo pues no se podía hacer casi nada. En ese El Salvador hubo hombres y mujeres cuyos sueños y talentos han dado la vuelta al mundo, entre ellos el más universal es Monseñor Oscar Arnulfo Romero.
Asumió en febrero de 1977 el nombramiento de Arzobispo de San Salvador, el mayor reconocimiento eclesiástico de la Iglesia salvadoreña. Romero se convirtió en el jerarca de una iglesia católica que apoyaba directamente al poder dictatorial militar y oligarca; asume ser Arzobispo de una capital que aún no experimentaba la inmigración alta de pobladores rurales, pero cuyos signos iniciaban ante la represión en las fincas y los bajos salarios. La guerrilla urbana tenía unos cinco años de estarse formando e instruyendo, así como estaba conformado un amplio movimiento social, sindical y estudiantil. Ya existían desaparecidos, ya se realizaban pequeñas masacres en cantones y fincas, ya se reprimían marchas y los derechos humanos eran violados a toda hora y en todo el territorio nacional.
Los pobres de El Salvador, organizados y en su mayoría católicos, ya eran conscientes que la clase social explotadora, la oligarquía de las 14 familias, eran las dueñas del Estado, el Ejército y los medios de producción. También eran conscientes que sus ideas eran contrarias a las ideas e intereses de esta oligarquía, y que era esta oligarquía la que vigilaba sus pasos, los perseguía y ordenaba a los “gorilas militares” las muertes, desapariciones y torturas. También eran conscientes aquellos pobres salvadoreños, que la oligarquía era ayudada por el gobierno de los Estados Unidos, cuyo interés en la región – en aquella época- era una de tipo geográfica que garantizara el aislamiento de las ideas y sistemas ruso y cubano de su área de influencia.
Los pobres de aquella época siempre estuvieron claros de todo aquello, en esos momentos antes de la guerra; sabían que su sufrimiento era producto de la avaricia de una clase dominante, a la que llamaban patrón, rico y al que muchas veces conocían bien, porque eran peones de sus fincas, capataces de sus haciendas, nanas de sus hijos. No le echaban la culpa a la delincuencia común, porque la delincuencia común no tenía aquellos medios ni se hacía de ellos para matar a otros; tampoco le echaban la culpa a los otros, a la guerrilla, de aquellas muertes, fue hasta que la guerra comenzó a gestarse que algunas cosas se volvieron oscuras, incomprensibles, objetables.
El día que mataron a Monseñor Romero, la tarde-noche del 24 de marzo de 1980, la bala que lo mató le provocó una hemorragia como pocas se veían en aquella época por estas tierras, los expertos militares hablan de un arma de origen judío, la cual provocaba ese tipo de muerte casi instantánea por hemorragia. Ese mismo día, el asesino que lo mató, la mano que haló el gatillo tuvo que recibir la protección de muchos, el dinero de muchos y la ayuda de unos pocos que estuvieron dispuestos a involucrarse en el acto terrorista más grande de nuestra historia, por la trascendencia misma del hecho.
Ese mismo día, la Guardia Nacional se encargó de obstaculizar las primeras investigaciones judiciales, tan difíciles en una socieda anti democrática. La Guardia Nacional era manejada, vox populi, por el General Chele Medrano y el Mayor Roberto d’Abuisson, el chelito. Roberto d’Abuisson siempre fue señalado, por los mismos Estados Unidos, como el organizador de los Escuadrones de la Muerte, con el apoyo y a veces un tipo de extorsión que realizó al clan de las 14 familias y el resto de la oligarquía que flotaba alrededor de dichos patriarcas.
El 24 de marzo de 1980, estallaron bombas en todas las agencias bancarias de la capital, que no pasarían de 7 ó 10, pero nunca se supo quién las estalló. La guerrilla tampoco ha declarado que hayan sido los responsables. La ciudad de inmediato, después de las 6:15 p.m. de la tarde, hora del asesinato, quedó en silencio y el Ejército tomó las calles con tanquetas, soldados y guardias. ¿Quién esperaba una insurrección? Los mismos que lo asesinaron, los que anhelaban de nuevo un levantamiento “de inexpertos” , de gente sencilla, para masacrarlos.
El 31 de marzo, en su entierro que salía de Catedral, la misma Guardia Nacional fustigó a la gente con balas y mató un número aún desconocido de gente, que murió por balas, por aplastamiento y asfixia. De nuevo la Guardia provocaba al pueblo, con Monseñor Romero.
Durante 30 años hemos sabido, sin saber y sin certeza, que una muerte, que un asesinato como el de Monseñor Romero no pudo haberse planificado sin contar con el apoyo de muchos, la complicidad de muchos y el silencio de muchos. La Inquisición que promovió, instigó y planificó su muete estuvo conformada por la Oligarquía terrateniente que tenía miedo de perder algo, la oligarquía que deseaba subir en la pirámide de poder y que luego fue la oligarquía financiera que nos dejó neoesclavizados y endeudados, el Ejército y los cuerpos de seguridad y los Escuadrones de la Muerte. Todos con la venia de un sector del Gobierno de los Estados Unidos.
Nunca sabremos a ciencia cierta cómo se planeó el asesinato, se ejecutó, se celebró y hasta se lamentó el magnicidio de Monseñor Romero por todos y cada uno de estos actores, porque en El Salvador la revolución nunca ha llegado y por tanto el poder no ha cambiado completamente de manos. Monseñor Romero y su caso quedaron del lado de los vencidos en la mal firmada Paz, obligada más por un entorno internacional que por internas voluntades, el Estado que lo mató, no el Gobierno, es el mismo y por tanto la verdad de su asesinato se hace imposible.
Ahora recién comienza un recambio en la oligarquía y el concurso de nuevos ricos venidos de alas de supuestas izquierdas y derechas. Mientras el recambio no sea total, radical y revolucionario, seguiremos sabiendo quién mató a Monseñor Romero, pero no sabremos los detalles de toda la verdad ni veremos a sus asesinos arrepentidos o presos. Pero lo sabemos, lo fundamental siempre lo hemos sabido, desde que murió Oscar Arnulfo Romero y nació el Santo. Los salvadoreños continuamos viviendo en el sistema que lo mató y muchos nos hemos vuelto -incluso- cómplices del mismo. La figura de Romero sigue siendo comprometida y sustanciosa, un exorcismo en el presente, un reto en los cambios que nos exige el futuro.