“Cuando la política necesita dinero desesperadamente y el dinero busca influencia política desesperada, el dinero y la política no pueden mantenerse alejados”
*Oscar A. Fernández O. para Diario CoLatino
Uno de los fenómenos sociales de mayor repercusión en la vida humana desde hace mucho tiempo es la política. Como fenómeno engendrado por el accionar de la sociedad es de gran complejidad y, en cierto sentido, incomprensible para muchas personas, lo cual provoca un sentimiento de rechazo, que vulgarmente se expresa en frases como: la política es una cosa sucia, yo no me meto en política, mi vida no tiene nada que ver con la política. La descalificación de lo político es un fenómeno universal, hoy agudizado por el neoliberalismo y el debilitamiento del Estado.
Sin embargo, la realidad es bien distinta, pues la política tiene que ver con la vida de todos los seres humanos desde que surgiera y se involucra en los más simples actos de la cotidianeidad ciudadana. Tiene que ver con el gigantesco y turbulento cambio del sistema productivo, de los valores y las pautas de conducta de la sociedad y de la organización y naturaleza del Estado, que en algunos países como El Salvador es casi disfuncional.
En este nuevo escenario, la intermediación de los partidos políticos tradicionales burgueses –o si se prefiere el monopolio de la intermediación- se ha desnaturalizado y está comprometida. Cada vez más los partidos (uno de los elementos componentes del sistema político) son vistos por la población como muros que se interponen entre el Estado y la sociedad, antes que como puentes que los ponen en contacto con las instituciones.
Crece más la sensación de que la única preocupación de los partidos tradicionales son las cuotas de poder, antes que pensar en el pueblo y sus necesidades, como si toda la atención estuviera en cómo llegar al poder, antes que preguntarse para qué. En consecuencia, la sociedad se aleja de los partidos y busca de distintas maneras, cómo tener la atención del Estado.
Estos partidos tradicionalistas, se cierran sobre sí mismos, ponen candados en las puertas del sistema y se autoproclaman como una clase diferente. La clase política. Una clase política que no tiene otro objetivo que su propio poder y cada vez más, el enriquecimiento personal de sus miembros y que sin duda, no hace posible la democracia, ya que cualquier intento de construir democracia puede ser destruida desde ella misma, “por el control ejercido desde el poder de las oligarquías o por partidos que acumulan recursos económicos o políticos para imponer su elección a ciudadanos reducidos al simple papel de votantes” dice en su análisis crítico Alain Touraine (¿Qué es la democracia?)
Al mismo tiempo, insistimos, su función de representación también se encuentra seriamente debilitada. Su vinculación con la opinión pública es cada vez más conflictiva. Es como si los partidos tradicionales se han convertido en sectas cerradas, en logias de intereses, en roscas como se dice popularmente. En esa medida, los acuerdos políticos, uno de los elementos importantes de la gobernación, se juzgan crecientemente, como si apenas se tratara de componendas entre grupos interesados en conservar sus privilegios.
Recientes encuestas nos han mostrado que otras instancias de acceso popular como las iglesias y otros organismos populares, tienen niveles de representatividad mucho más altos que la Asamblea Legislativa, los partidos políticos, la justicia y la Policía. Desde luego, la corrupción es el gran factor de desprestigio del sistema.
La magnitud y la gravedad de la percepción que la población tiene de la corrupción del sistema político, es verdaderamente alarmante. Pero debe de subrayarse que la corrupción en los partidos políticos tradicionales es particularmente grave porque corrompe las propias instituciones creadas para combatir el delito. Si buena parte de funcionarios electos o nombrados, diputados, alcaldes, fiscales, magistrados, jueces de la judicatura y policías son, la sociedad está indefensa e inerme.
Esta corrupción se convierte en un factor de atraso económico y social, de conflictos sociales graves y de inestabilidad política. Y, como ya hemos visto, la ciudadanía tiene una idea muy precisa de lo que está pasando.
“Cuando la política necesita dinero desesperadamente y el dinero busca influencia política desesperada, el dinero y la política no pueden mantenerse alejados” (R. Dworkin). Tal vez tengamos razón y este es el tiempo de los mercaderes. Por eso el lenguaje político es el del dinero y la corrupción su instrumento natural de accionar. ¿Seguiremos permitiendo los salvadoreños que tengamos un mercado de la democracia, en el que la voluntad popular sea objeto de transas, de por sí espurias?
La conclusión que se desprende es que todo intento de democratizar la estructura social en El Salvador, está constantemente amenazada por la peligrosa pérdida de representatividad y legitimidad de los partidos tradicionales y conservadores.
En este sentido, los defectos tradicionales de la política en nuestros países, el clientelismo, el incumplimiento de las promesas electorales, la falta de consistencia ideológica, la corrupción y el poderoso crimen organizado, se ciernen como un poderoso huracán sobre las ya desgastadas instituciones del Estado. Podemos concluir entonces que la política no es sucia por sí misma, la hemos ensuciado.
Por ello, la necesidad de cambiar este corrompido orden jurídico y político no está en discusión en el seno de la izquierda (¿o sí?), pues se observa un razonable consenso en ello, correspondiente al llamado rediseño del Estado y consolidación del poder popular, lo cual implica necesariamente el reemplazo de la burguesía como clase dominante y la sustitución del Estado burgués por el Estado socialista. No es éste, por tanto, el punto de discusión.
La especificidad de la vía salvadoreña hacia tal cambio histórico, como un proceso complejo y de largo plazo, estaría en que la toma del poder no precede, sino que sigue a la transformación de la sociedad; en otras palabras, es la modificación de la infraestructura social lo que, alterando la correlación de fuerzas, impone y hace posible la modificación de la superestructura. La toma del poder se realizaría así gradualmente sin necesidad de recurrir a la violencia, hasta el punto de conformar un nuevo Estado, correspondiente a la estructura socialista que se habría ido creando, poco a poco.
La discusión sobre si existe o no una vía salvadoreña al socialismo, sería irrelevante si no implicara dos supuestos: primero, el que hayamos definido nuestro camino de transición al socialismo o no; segundo, el de que el carácter peculiar que asume hoy la lucha de clases tiene el status de un modelo distinto al que se ha presentado en otros países que lograron instaurar la dictadura del proletariado. En efecto, a la pregunta de si existe una vía a al socialismo, la respuesta sólo puede ser afirmativa: existen tantas vías al socialismo como cuantos sean los pueblos que emprendan, bajo la dirección de la clase trabajadora, la gran tarea de cambiar a la sociedad explotadora burguesa y su sistema político en crisis. Pero ninguna de ellas es en sí un modelo, todas se rigen por las leyes generales de la revolución popular, tal como la ciencia marxista las ha definido.