¡UNETE YA!

24 mar 2010

REFLEXIONES EN FRIO SOBRE EL MAGNICIDIO

Si algo nunca hizo Monseñor Romero fue extenderle una patente exclusiva de virtud a alguna organización política. Fue ecuánimemente crítico de cualquier desviación de la fe.

romero

*por Joaquín Samayoa para LPG

Han transcurrido treinta años de intensa historia desde aquel disparo certero que nos introdujo abruptamente en el imperio de una locura desenfrenada. Mucha gente había sido ya asesinada, entre ellos algunos sacerdotes. La confrontación subía de tono incesantemente. El odio y la intolerancia se hacían cada día más patentes. Pero el asesinato del arzobispo, por su dignidad eclesial y por su estatura profética, era algo que a muchos, a pesar de las amenazas, nos parecía impensable. Desde nuestra fe sencilla, pensábamos que nadie se atrevería a provocar de esa forma la ira divina; necesitábamos creer que todavía quedaba un mínimo de sensatez como para abstenerse de cruzar una línea más allá de la cual no habría retorno.

A mí me había golpeado mucho el asesinato del padre Rutilio Grande, de quien me hice amigo con mucha facilidad y hondura durante su breve paso por el Externado de San José, inmediatamente antes de que se le encomendara la parroquia de Aguilares. Pocos días antes de su muerte, Rutilio llegó de visita al Externado y platicamos largo, paseando por aquellos corredores donde había transcurrido casi toda mi vida, primero como estudiante y después como educador. Rutilio era un hombre que transpiraba bondad, sencillo, incapaz de comprender el mal, ya no digamos de hacerlo. Cuánto odio, me preguntaba yo, debía haber en aquellos corazones para haber querido asesinar a un hombre tan santo.

A Monseñor Romero no lo conocí personalmente. Confieso que no me simpatizaba mucho cuando era el obispo ultraconservador de Santiago de María. Después, por diversos motivos y circunstancias, no le puse mucha atención a su transformación. Rara vez escuché alguna de sus homilías, porque era muy improbable que algún domingo no estuviera yo tumbado en la playa buscando apartarme precisamente de todo eso de lo que hablaba Monseñor, no porque me resultara indiferente u objetable su mensaje, sino porque me sentía abrumado por esas realidades y me preocupaba que las homilías, muy a pesar suyo, solo estaban logrando endurecer aún más los corazones de los responsables de tanta represión.

Pero independientemente de mis afectos personales o de la valoración que entonces podía yo hacer de las ideas de los pastores de la Iglesia, el asesinato de sacerdotes, religiosas y obispos siempre me pareció ser una medida de los extremos a los que, como sociedad, habíamos llegado.

Es evidente que, desde el fin de la guerra, hemos aprendido a poner límites. La religión y la política ya no encienden fanatismos que exigen muertos para validarse a sí mismos o para anularse mutuamente. Seguimos teniendo muchas y grandes discrepancias, las expresamos con serenidad o apasionadamente, pero creo que hemos dejado atrás los años de absoluta demencia ideológica. Ahora somos todos víctimas azarosas de otro tipo de locura que nada tiene que ver con ideales ni con ideas.

En algunos aspectos hemos evolucionado, pero la conmemoración del trigésimo aniversario de la muerte de Monseñor Romero nos encuentra todavía divididos; un poco más sanos mentalmente, pero con un pie todavía asentado en el pasado: algunos todavía perturbados por cuentas que no consideran saldadas: sin terminar de desprenderse de esa soberbia que les impide reconocer errores, la misma soberbia que a otros los hace, sin mayores méritos, sentirse superiores. Borrachos de irracionalidad moral o patriótica, muchos siguen viendo la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio.

Después de muchos años, he leído con detenimiento las homilías y las cartas pastorales de Monseñor Romero. No encuentro en ellas una sola frase que incite al odio o la violencia. Todo lo contrario. Puedo entender cómo y por qué su inclaudicable denuncia de la injusticia y de la represión les daba esperanza a unos y les provocaba molestia a otros, pero ahora que ha bajado el nivel de las pasiones, la palabra del arzobispo debiera suscitar en todos una humilde reflexión.

No es correcto que el gobierno pretenda capitalizar la memoria del arzobispo, en vez de tomar también para sí su invitación a la conversión. Igualmente objetable es la actitud de quienes mantienen intactos sus prejuicios, resistentes, igual que antes, a dejarse interpelar por un pastor que pudo haber cometido errores pero fue ejemplo de humildad.

Si algo nunca hizo Monseñor Romero fue extenderle una patente exclusiva de virtud a alguna organización política. Fue ecuánimemente crítico de cualquier desviación de la fe. A todos los llamó a la conversión pero ninguno acude todavía al llamado; unos siguen atacándolo y otros persisten en manipular su memoria.

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