Si algo se tendría que transparentar completamente a los ojos del ciudadano común es la conducta de todos los funcionarios, a partir de los del más alto nivel. Y esto tendría que empezar por un compromiso inequívoco de ellos con el imperio de la honradez.
*opinión editorial LPG
La discusión pública sobre la transparencia en todas las actividades públicas y privadas ha venido tomando presencia y cuerpo en el ambiente, y este hecho no es de ninguna manera inesperado, dado el avance que, pese a todas las dificultades de recorrido, viene acumulando nuestro proceso democratizador. Debe ser tenido, pues, como un signo de salud democrática el que se esté manifestando una creciente presión desde distintos ángulos de la opinión ciudadana para que, sobre todo en los diversos ámbitos y niveles de la función pública, opere una auténtica rendición de cuentas, a la luz del acceso suficiente a la información, que constituye derecho ciudadano fundamental.
Desafortunadamente, los esfuerzos para contar con una legislación que canalice todas esas posibilidades están siempre en veremos. Cuando se indaga al respecto, todas las autoridades concernidas se muestran dispuestas a que dichos instrumentos legales existan, pero a la hora de la verdad lo que prospera son las dilaciones, las reticencias y las excusas. Pasa como con la legislación para el ordenamiento y el desarrollo territorial, que en la Asamblea viene sufriendo un progresivo adelgazamiento de facultades, en beneficio de los intereses de siempre. Todo esto es atentatorio contra la buena salud de la dinámica modernizadora, que es la única que puede abrirnos las puertas del futuro.
Lo que en realidad estamos necesitando es un Estado verdaderamente transparente, en el que no haya nada que quede oculto, y mucho menos por complicidad de la misma legalidad imperante. Un Estado que no sólo esté al servicio de la ciudadanía, sino que se someta al escrutinio ciudadano sin ningún tapujo ni resistencia.
Para garantizar la honradez
El aparato estatal nunca ha sido en nuestro país un ejemplo de comportamiento eficiente y confiable. Es cierto que, desde que iniciamos la andadura democrática, se ve aflorar una tendencia institucional positiva; pero también es evidente que falta mucho camino por recorrer en esa dirección. Persisten zonas penumbrosas y aun tenebrosas en el espacio donde se desenvuelven las actividades estatales, y eso hace que proliferen las sospechas y que la credibilidad ciudadana sea tan escasa, con los efectos debilitadores que ello tiene en la buena marcha del proceso democrático.
Si algo se tendría que transparentar completamente a los ojos del ciudadano común es la conducta de todos los funcionarios, a partir de los del más alto nivel. Y esto tendría que empezar por un compromiso inequívoco de ellos con el imperio de la honradez. Desde hace tiempo, vienen rodando sospechas de corrupción, nunca suficientemente desvirtuadas ni tampoco comprobadas debidamente. Y es que los mecanismos de vigilancia y de control siguen siendo insuficientes y débiles. Corregir esta falla resulta vital para asegurar la buena salud del sistema nacional en su conjunto.
Aprobar una sólida y avanzada legislación sobre transparencia y acceso a la información sería un paso decisivo en la ruta de promover la credibilidad social. No bastan las declaraciones de buena voluntad al respecto: hay que ir de manera directa al plano de los hechos, que es en el que se mide la auténtica voluntad.