Jóvenes como los dos que cometieron el asesinato en otro estudiante por motivos tan absurdos están evidentemente dañados. Y el daño es un daño en el alma, no simplemente en el comportamiento. Esto debería hacernos reflexionar de veras a todos.
*por David Escobar Galindo para LPG
La violencia viene haciendo mella en el alma nacional desde hace muchísimo tiempo. La violencia estructural tradicional ha sido el escenario donde han germinado, florecido y fructificado muchas otras formas de violencia. Eso lo tenemos vivido hasta la saciedad, aunque sigan quedando bien arraigadas resistencias al verdadero cambio que necesitamos, que no es ideológico ni político, sino existencial, hacia la profundidad de eso que, a falta de una palabra menos polémica, seguiremos llamando la salvadoreñidad.
El estado actual de cosas en lo que se refiere a la conducta nacional en las áreas más sensibles del comportamiento básico se caracteriza con frecuencia como resultado de una crisis de valores. Pero hay que ir siempre más al fondo de los fenómenos de esta índole para hacer al menos el intento responsable de entenderlos de veras en lo que son y en lo que significan. Y la pregunta surge entonces de manera espontánea: ¿Por qué se ha producido esta crisis de valores, ya que nada surge del vacío? Algo muy serio y determinante tiene que haber venido pasando en el alma nacional para que tantas distorsiones hayan venido emergido y prosperado en el ambiente, como los tentáculos invasores de las hidras que inventan los efectos especiales en muchas películas hollywoodenses de horror. Ese algo constituye sin duda un mal de fondo.
Hace unos días, un hecho escalofriante conmovió, con impecable evidencia fotográfica, la conciencia del país. Un estudiante de 17 años, con la ayuda de una compañera de 19, asesinó a puñaladas, en una calle de la ciudad, a plena luz del día y sin ningún temor a ser visto, al estudiante de otro centro educativo público, para llevarse el trofeo de la camiseta de la víctima. Esto último, como ritual de “superioridad” estudiantil: “superioridad” que se mide por el número de camisetas que los estudiantes de una institución les quiten a los estudiantes de la otra; y, en este caso, las instituciones de educación media envueltas en ese juego macabro son el Instituto Técnico Industrial y el Instituto Nacional Francisco Menéndez, INFRAMEN, que tienen una larga historia de rivalidad cuasi pandilleril.
El crimen fue espeluznante en su absurda motivación y en su descarada ejecución; pero las declaraciones que inmediatamente después dio la cómplice de 19 años, sonriente e impávida, quizás son más representativas del estado anímico de esta parte de la juventud que parece blindada ante los efluvios de su propia condición humana. Un pavoroso autismo emocional va aquí de la mano con el alarde de indiferencia pura ante la suerte final de un semejante. Las camisetas sustituyen mecánicamente a los seres humanos. Es una distorsión fundamental que revela trastornos que vienen desde la profundidad del ser.
Y no hay que caer en otra distorsión que lleva a extravíos irreparables: pensar que estos jóvenes nacieron con este tipo de quebrantos de conciencia. Es el ambiente el que les ha llevado a ser lo que son. El ambiente en cualquier de sus expresiones básicas, en algunas o en todas ellas: el ambiente familiar, el ambiente social inmediato, el ambiente nacional... Estos son los patéticos productos de una desatención progresiva. La desintegración familiar hace lo suyo, los efectos postraumáticos del conflicto bélico ponen su parte, la falta de un sistema real de oportunidades que abra posibilidades de futuro incide directamente, la falsificación de los valores se hace sentir, la inoperancia de la institucionalidad establecida aporta su cuota; y en fin, el que la sociedad y el Estado actúen como autómatas y no como sujetos conscientes pone el telón de fondo.
En suma, lo que está en trance peligrosamente desintegrador es la suerte del alma nacional, de la que ya casi no se habla. Y el alma nacional, tal como aquí la estamos entendiendo, no es un fenómeno abstracto, sino la encarnación del ser nacional en los individuos de carne y hueso, como usted y como yo. Hay que subrayar, desde luego, que hablamos de trance, es decir, de “momento crítico y decisivo por el que pasa alguien”, no de síndrome inmanejable ni mucho menos de enfermedad terminal. Al menos por ahora. Eso no quiere decir que el trance no sea del más alto riesgo, como lo estamos viendo, con señales cada vez más dramáticas, en el día a día. En esto, como en el ámbito climático, los signos no pueden ser más reveladores de que hay una disyuntiva bien instalada y palpitante: o se hace algo sustantivo ya, desde este mismo momento, o las consecuencias se dispararán hasta que nada operante haya para controlar y remediar el mal.
Jóvenes como los dos que cometieron el asesinato en otro estudiante por motivos tan absurdos están evidentemente dañados. Y el daño es un daño en el alma, no simplemente en el comportamiento. Esto debería hacernos reflexionar de veras a todos. Porque el daño en ese nivel refleja un daño de mucho más amplias y profundas dimensiones. El alma colectiva tiene, qué duda cabe a estas alturas, muchos daños acumulados. De ahí hay que partir. Si la discusión se queda en lo superficial, como lo oímos a diario, el daño seguirá encarnándose y enconándose por su cuenta. Y, dada la naturaleza de la realidad, aquí no puede haber una sola medicina, ni una dispersión de remedios. Tiene que haber una toma real de conciencia de lo que las cosas son, para llegar a la estrategia de tratamiento que los múltiples y multiplicadores daños demandan.
La risa caricaturesca de esa joven que viene de participar en un asesinato a sangre fría debería ser la imagen de lo que verdaderamente hay que corregir. Ni la simple punición ni la eventual rehabilitación y reinserción tal como hasta ahora se perciben (y que institucionalmente dan pena y repudio) bastarían en ningún caso, cuando se trata de estos niveles de daño. Hay que ir a la reordenación del ser, con todo lo que eso significa. No es función rehabilitadora sino función transfiguradora. La sociedad y la institucionalidad deberían reconocerlo así, para que no sigan haciendo gesticulaciones en el aire, como otra forma de autismo, de seguro más patético.